miércoles, 18 de octubre de 2017

ALINA SARDIÑA: ME DEJO SORPRENDER


Ernesto Pérez Castillo


 

 
Esta historia comienza una tarde cualquiera, a finales de los ochenta, cuando todavía casi todos los televisores de esta Isla eran rusos, y eran en blanco y negro y se rompían de tanto en tanto. Es una tarde cualquiera, pero puestos a escoger, escogería que fuera una tarde de verano, pues así llovería. O mejor, acaba de llover, acaba de caer un aguacero de esos de verdad, un aguacero de mayo, rápido y fugaz, pero intenso, de los que dejan ríos de un agua muy transparente bajando por las avenidas, arrastrándolo todo consigo, lavando la ciudad, reverdeciendo las hojas de los árboles, limpiando en aire y perfumándolo con ese aroma a lluvia que acaba de caer sobre el asfalto recalentado de la tarde.
 

 
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Los transeúntes que fueron sorprendidos por el diluvio esperan a resguardo en los portales pues, aunque ya pasó lo peor, aún persiste una llovizna muy fina, casi un polvillo de aguas que el viento carga aquí y allá. Todos detenidos, como posando para una foto que nadie va a hacer, inmóviles, aletargados: sus vidas, sus gestos, sus apuros, suspendidos a la espera de que deje de llover.

Entonces, en ese instante en que la tarde aún no termina pero ya anuncia que se va, en ese momento tras la lluvia en que la luz, como recién salida de una lámpara antigua, es muy suave pero llega a todos los rincones sin sombras, sin duros contrastes, y resplandece sobre la avenida, las casas, y la gente, como si la luz saliera de ellos mismos, como si fueran ellos mismos los que iluminaran, entonces, es cuando pasa esa muchacha.

Su adolescencia está por terminar, pero ella no lo sabe. Recorre la avenida sin mirar a ningún lado, pero viéndolo todo. Respirándolo. Lleva el uniforme escolar demasiado ancho, como a propósito, de a porque sí, contra su delgadez. El blanco de la blusa se funde en el blanco tan blanco de su piel, blanco sobre blanco. Blanco que se transparenta en la lluvia, porque ella salió a caminar bajo el agua, como si la lluvia no fuera con ella, o mejor: como si la lluvia fuera para ella. Y así, el pelo revuelto, largo, rubio y salpicado, la piel húmeda, una ligera y agradable sensación de frío, detiene su andar de pronto y se da vuelta. Algo ahí detrás ha llamado su atención. Algo que vio tarde, después, cuando ya miraba hacia otra parte. Una imagen que ha corrido tras ella, persiguiéndola, hasta obligarla a volver sobre sus pasos.

Entre uno y otro edificio, a la entrada de un pasaje muy ancho, un señor –que es la manera decente y cubana de decir: un viejo–, toda vez que el temporal ha amainado, vuelve a colocar en una estantería de equilibrio precario, de maderas despintadas y carcomidas, libros de segunda mano. Ella se acerca y lo ve hacer. Él desempaca con cuidado sus libros, con un gesto que repite de manera mecánica hace como que les quita el polvo que no tienen. Los coloca uno muy junto al otro, sin orden ni concierto, una novela, un texto escolar, un libro de historia, una antología poética, revistas extranjeras con portadas a todo color, de grandes titulares. Ella sabe que allí está pasando algo, pero no sabe que le está pasando a ella, que le está por pasar.

El viejo al fin levanta la mirada y la invita. Ella mira a los libros y mira al señor, al viejo. Mal afeitado. La camisa que no está sucia, se ve como sucia por tantas lavadas y secadas al sol. El pelo ralo, con esas canas a las que es imposible precisarles el color. La mirada turbia detrás de sus cristales grandes, gruesos, pesados. Como sus libros, un viejo de segunda mano, haciendo su trabajo. Ella acepta la invitación, se acerca, toma un libro cualquiera, apenas lo ojea y casi se le deshace en las manos, lo devuelve al estante, toma otro, toma un tercero, lo abre y ahí, de la nada, ocurre el milagro. Todavía hoy lo recuerda, aunque todo esto sucedió el siglo pasado: es un libro de fotos del francés Henri Cartier-Bresson. Son imágenes callejeras, de una humanidad tremenda, que seducen por la candidez con que han captado un momento que, visto a través de su mirada, se torna decisivo.

Alina quizá compra el libro, o quizá lo devuelve al estante, hoy no recuerda bien ese detalle. Pero sí recuerda, cómo olvidarlo, que en ese momento, supo, sintió, que quería hacer eso. Que quería hacer esas fotos. Y desde entonces, eso haría. Allí terminó la adolescencia de Alina, allí se hizo fotógrafa.

 
 
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Para entonces, a sus diecitantos, era una fotógrafa que ni cámara tenia. Y como había que empezar por el principio, se pudo comprar –detrás estaba la madre, apoyando, empujando– una cámara réflex, una Zenith soviética, como es de suponer para la época, de 35 milímetros, de fotómetro mecánico. Su primera cámara. Las Zenith no eran malas, no eran baratas, eran relativamente fáciles de conseguir y eran casi lo único que se conseguía si querías comenzar a hacer fotos de verdad.

Y ya cámara en mano, Alina estudiante de Historia en la Universidad de La Habana, abandona de una la carrera y se va a la Unión de Periodistas de Cuba, a matricularse en los cursos de Fotografía que dictaba Félix Arencibia. De entonces es su primera foto, o la que al menos reconoce como la primera.

En el encuadre hay varios niños, vestidos de cualquier manera, pero vestidos. Es de mañana, recién amanece y es una parada de ómnibus. El ómnibus, así sucedía comúnmente, se retrasa, no ha pasado. A los niños ese retraso les preocupa un comino. Cuando Alina los descubre, los eterniza: ellos duermen uno sobre otro en el banco de la parada, en el piso, olvidados del ómnibus que nadie sabe cuándo pasará. Que de hecho, ya no va a pasar nunca, y ellos dormirán para siempre en esa, la primera foto de Alina.

 
 
 
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Ya en esa foto primera afloran varias claves que marcarán su obra. Ambientes citadinos que parecen flotar en el olvido, o en una espera que ha olvidado qué esperaba. Luz diurna, eterna luz de día. Dos, tres personajes, nunca más. Casi nunca ninguno. Y niños, siempre, casi siempre, los niños.

Esas son sus constantes, y su preferencia por aquellos viejos muros descoloridos de fondo, que solo cargan manchas de humedad, el deslavado del tiempo, el desgaste de la memoria perdida. Paisajes mínimos que se adivinan marginales o al borde de la marginalidad, pero que pueden estar al doblar de aquella esquina, en La Habana Vieja o en el céntrico Vedado, un charco de aguas verdegrises en El Cerro, un cielo vacío junto al mar, enmarcando de la ciudad.

Preguntada alguna vez sobre la ausencia en su obra de espacios límpidos, jardines cuidados, casas como esas residencias del barrio de Miramar, cada día como acabadas de pintar, con muros y rejas perfectos, simétricos, envidiables, ha dicho: “Es que ahí no hay gente.  Ahí no pasa nada. Yo busco la gente, la vida”.

No hay un querer decir en la fotografía de Alina. No hay un discurso, no hay la pretensión de señalar, de opinar algo. No hay dialogo ni argumentación ni pretexto. Hay eso que ella dice: hay la vida. Hay ese instante que nadie vio, que nadie mira, ni siquiera los que allí estaban vivos, vivían ese momento que solo Alina vio y en su compulsión lo apresa, lo retrata, lo eterniza.

Muchas fotos, y varias exposiciones después, sigue Alina saliendo a buscar, a sorprenderse, a dejarse atrapar por el aroma del café que escapa de las ventanas matutinas, los ruidos mañaneros de la calle que despierta, el chas-chas de los niños saltando sobre el agua estancada de los charcos. Ya no cuelga una Zenith sobre su pecho. Desde hace años le acompaña una Cannon, que son las cámaras que prefiere después de haber probado también una Minolta, pero las prefiere de lente luminoso, para atrapar esa luz de los espacios urbanos y los sucesos rápidos e intrascendentes que le asaltan a diario.
 
Alina es tímida. Lo dice y sonríe, con timidez. Le asustan las exposiciones, la gente reunida, gente que pregunta, que elogia, que mira a las fotos y te mira y busca un mensaje, una explicación, otra cosa más allá de la imagen pura, impresa, silenciosa. Le aterra estar presente en ese momento, la parafernalia que supone, el ego que sabe mantener a raya. Ella prefiere publicar, le encantan sus fotos en revistas, los reportajes por encargo.

Así, en 2002 trabajó junto al artista y diseñador cubano Ernesto Oroza en su libro Objets Réinventé. La création populaire a Cuba, editado en París, y luego en 2015 colaboró con Ricardo Rodriguez Brey en una serie de fotos impresas en gran formato, de árboles quemados en La Habana, que luego el artista intervino y fueron expuestas en el Museo Nacional de Bellas Artes bajo el título “Qué le importa al tigre una raya más”.

¿Cómo puede esta muchacha, tímida como de veras es, frágil como se ve, casi nada, que parece flotar sobre las cosas, como logra sobreponerse a esa timidez, al miedo, y colocarse allí, resuelta, en medio de la calle, donde está la vida, la seducción constante, el azoro, el lleva y trae de la gente, y, como si nada, hacer fotos y más fotos?

Es que la cámara me da poder, dice. Sin la cámara, no soy nadie pero, con la cámara en mis manos –sigue Alina–, siento que puedo hacer cualquier cosa, entrar a cualquier barrio por mala fama que tenga. La cámara es como un escudo, una muralla. La gente, cuando aparezco con mi cámara, se acerca, se dejan fotografiar, me provocan. Y me gustan esos espacios decadentes, rotos, que han envejecido, pero que los niños reinventan con sus juegos. Entro allí y me asombro, me dejo sorprender, hago mis fotos no porque quiera decir algo con ellas, ni sobre esos lugares, ni sobre la gente. Simplemente hago la foto porque veo que es un momento bello.

 

 
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Es curativa la fotografía, cuenta Alina. Desde que tiene memoria, recuerda una pesadilla que la ha perseguido: amigos, gente que quiere, alguien cercano, que se ahoga en el mar. Cuando nació Sabina, su hija, la pesadilla fue más presente, más punzante que nunca. Un día, mostrándole a Sabina fotos de la familia, descubrió que casi todas eran fotos en la playa. Entonces pensó en tomarle fotos así, que con el tiempo empastaran con aquellas playas de las fotos familiares.

De ahí surgió la idea de su serie Las playas de Sabina, expuesta en la galería de Luz y Oficios en 2015. Imágenes de Sabina, pequeña, en la playa, y en el reverso, fragmentos de esa imágenes, la piel de Sabina con sobreimpresiones de peces, de olas, de elementos marinos. Y luego, de pronto un día descubrió que tras la exposición, nunca, nunca más, ha vuelto a tener la odiosa pesadilla. La exposición funcionó como un exorcismo, una liberación, una cura definitiva.
  
Si fue Bresson quien puso a Alina en el camino, quien le dio la brújula para adentrarse en él fue una mujer rara, pero que muy rara: Vivian Maier, una niñera neoyorkina que se pasó media vida cuidando los niños de los otros en Manhattan. Y la otra mitad se la pasó haciendo fotos en las calles New York, Chicago, y Los Angeles. Imprimió muy pocas de las fotos que hizo, que contadas junto a los negativos encontrados después pasaban de las 150 000… mas, nunca publicó y nunca fue conocida. Murió en un día cualquiera, como si no pasara nada, y entonces el puro azar llevó a alguien a descubrir aquellos centenares de rollos de película de 35 milímetros, vírgenes en su mayoría. La Maier hacia fotos por una razón sencilla: le gustaba. Por eso hace fotos Alina.

 
 
Juegos Livianos 
 
Ella lo cuenta, y le brillan los ojos, y se le adivinan las ganas. Casi le veo la cámara en las manos, el rostro escondido, protegido, amurallado detrás de su Cannon. Ya sé lo que hará mañana: saldrá a la ciudad, a la calle, a buscar una imagen, a perseguirla, a capturarla, a decirnos: Mira, ahí está la vida… mira, es hermosa.

lunes, 9 de octubre de 2017

BEATRIZ SALA SANTACANA: EL HURACÁN Y LA MARIPOSA


Por: Ernesto Pérez Castillo

 

Hay una casa frente al mar, y es hermosa. Una casa hecha de luz. Una luz muy clara y muy suave, que no deja resquicio alguno a las sombras. Una luz que se desliza en paz sobre las maderas, tanta y tanta madera en esa casa. Una luz que va y viene entre las vetas naturales del pino y la caoba, y esa luz termina reposando allí donde te sientas, frente a la mirada de esta mujer, que habla con una voz que apenas se escucha, atravesando del sonido del agua que cae sobre las piedras de alguna fuente que no ves, pero que sabes cercana y sientes tranquila, fresca.

Ella es Beatriz. Y esa casa hecha de luz, es su casa. Ella no lo sabe, o al menos es algo que no reconoce abiertamente, que no se atreve a confesar, y se contradice al hablar, diciendo que pasa el día allí, en su estudio –así le llama: su estudio– y que luego al terminar el día se marcha a su casa –esa otra casa que desconozco y que ella llama así: su casa– y las horas que pasa en aquella, la que ella llama su casa, se las pasa pensando en lo que ha dejado a medias, en el estudio.  

Pero yo lo sé, como dos y dos son cuatro. Es innegable, no es algo que se pueda ocultar, es imposible no darse cuenta. Ese taller, ese estudio, por más que ella se empeñe en llamarle así, es mucho más: allí es en realidad su casa, su casa de a de veras, su casa de verdad. Allí Beatriz trabaja, sí, y por eso es allí donde tiene vida, es allí donde Beatriz crea, y por eso es allí donde vive –un “vive” que he debido escribir con mayúsculas, resaltar con un subrayado. Entonces, de una vez: esa casa hecha de luz, no es otra cosa que su casa.

#76 Piñata
 
Ya de niña, mientras andaba el mundo a la zaga del padre diplomático, con un pie en ningún lugar y un pie en ninguna parte, ya desde entonces, Beatriz estaba buscando su casa, la casa entonces imposible entre tanto cruce de aeropuertos, aduanas, fronteras, asentarse para muy poco tiempo –nunca se sabe cuánto– en aquellas ciudades tan lejos y tan cerca de La Habana, siempre hermosas y siempre ajenas. Y fue en México donde vio, eso tampoco ella lo sabe todavía, el primer atisbo, la primera puerta de la que después sería su casa.

Ocurrió cuando tuvo enfrente por primera vez una cabeza Olmeca. La miró como si la estuviera tocando, como si en ese momento, de pronto, recordara intensamente algo que nadie le había dicho jamás. Entonces se dejaba fascinar, no es que pudiera evitarlo, por la alfarería mexicana, especialmente por la que carga sobre sí la magia ancestral de la cultura Maya. Esos colores siempre armónicos, esas líneas siempre suaves, sinuosas, redondeadas. Como la vida.

Con todo ello entre el pecho y el alma, regresó a La Habana, adolescente aun, donde los cursos escolares habían comenzado seis meses antes, regalándole así, la torpeza institucional, otros seis meses de libertad antes de volver a un aula. Y entonces hizo lo que ningún otro adolecente haría con tanto tiempo libre y para sí por delante: tirarse a leer en su cama. Leía de todo, pero especialmente le atraían esos libros de filosofía, viejos, desencuadernados, olorosos a la humedad y al polvo de los años, manoseados, llenos de apuntes manuscritos por otras manos anónimas, a veces lúcidas y a veces delirantes, libros que solo se conseguían donde los libreros de segunda, casi de contrabando.

Y fue en una de esas vueltas y revueltas a la caza de uno de aquellos libros raros, que sucedió lo inesperado: sin venir a cuento, en el apartamento de uno de aquellos libreros semi clandestinos, justo en el centro de la sala, en un tercer piso, a doce metros sobre el nivel del mar, se tropezó Beatriz con una palangana de esmaltado astillado y quebradizo, el óxido a todas luces avanzando, en la que reposaba, húmedo y fresco, un montón de barro. Era inevitable: el barro siempre aparece a dos pasos del milagro.

Dice Beatriz que se compró un par de libros ese día pero, por más que cierre los ojos y retuerza su memoria en el intento, no recuerda títulos ni autores ni ningún otro detalle. Lo que sí recuerda –¡cómo olvidarlo!–, es que antes de irse del apartamento, sin pensarlo demasiado, se dio vuelta hacia el joven librero, con una ansiedad que entonces no entendía, sin todavía saber para qué o qué hacer con aquello, y le pidió casi en un ruego, que le regalara un poco de aquel barro.

Ya en su cuarto, metió Beatriz las manos en el barro, y casi a ciegas comenzó a modelar de memoria ­­–¿por dónde iba a comenzar si no, con tanta deuda mexicana pendiente?–, una cabeza Olmeca, muy suya, la primera pieza salida de sus manos.
                                                                
#88 El vuelo
 
Supo de un sitio, en el mismo corazón de La Habana, en la frontera entre la humilde y bulliciosa barriada de Centro Habana, y el tan aristocrático y creído barrio de El Vedado, donde se encontraban los jóvenes artistas y compartían lo que hubiera, que siempre era muy poco pero que siempre era tanto. Allí se acercó a Eugenio, en La Madriguera, y con él pudo conocer al fin los primeros secretos del horneado. Luego fue Fúster, con la sorprendente y azarosa alquimia, a raros maravillosa y a ratos frustrante, de los esmaltes.

Con Fúster vio algo más: el artista se había construido un taller donde pasaba las horas trabajando, un sitio al que volver sin que allí nada hubiera cambiado. Las herramientas donde mismo las dejaste, la taza de café mediada, la pieza a medio camino que se queda esperando a que vuelvas, sin tener que guardar, recoger, acomodar, solo irte y regresar y seguir por donde ibas… un espacio levantado del aire, a tres pasos del mar, cuatro paredes de tablas vencidas y olorosas todavía al salitre del que habían sido rescatadas. Y eso quiso, y quiso también un horno, y eran los últimos ochenta, y Cuba entonces era un país donde todo era regalado. Así que buenamente regalados fueron los ladrillos para el horno, pedidos directamente en la fábrica. Sin una factura, sin una orden de compra, solo eso, una adolescente que se sienta frente al director de la fábrica, le mira a los ojos y le dice sin más: necesito como cien ladrillos para hacerme un horno de cerámica.

Pero los caminos nunca son rectos y las más de las veces son enrevesados. Beatriz, que quería estudiar Historia del Arte, terminó matriculándose en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Así se hizo Abogada, con un interés repentino en el Derecho Mercantil. Ya entonces, a pesar de la toga, Beatriz conseguía vender algunas de sus creaciones. ¿Y el dinero resultante, a dónde iba? Todo se lo gastaba en sus libros de Derecho, los imposibles de conseguir, los indispensables, y que solo encontraba, otra vez, con aquellos libreros de trasmano que frecuentaba desde la adolescencia.

#91 Me atrevo - no me atrevo
 
Quería saberlo todo en su oficio de estreno, porque ella todo se lo toma en serio, y se tomaba muy en serio su personaje de abogada. Aunque al tigre siempre se le salen las rayas: más de un Juez, al terminar los pleitos, sonriendo le advertía que en la redacción de las sentencias no se necesitaban tantos párrafos, que la ley se la pasaba mejor sin tantas florituras ni meandros.

Hubo un momento, ya hasta con oficina propia, anaqueles atestados con los libros del oficio –ya se sabe, conseguidos de uno en uno, con paciencia temeraria–, en que fue llamada a la dirección y de una le dijeron que no podía seguir trabajando allí. No era confiable: su casa la visitaban extranjeros.

¿Qué otras visitas serían de esperarse en la casa de la hija de un diplomático, qué otro círculo de amistades, si hasta con un extranjero se había casado? Era el absurdo, que solo consigue hacerse entender a largo plazo. Era en realidad la vida, forzando a Beatriz a desinventarse, a aceptarse a sí misma, a volver a su raíz. Ese día terminó su vida de abogada.

Como quien cansado del mundo se retira al desierto, así se fue Beatriz a internarse en su taller, obsesionada confesa ya con la cerámica. Se le vio salir de allí un año después y fue para su primera exposición. Tenía invitados especiales: aquellos que la habían expulsado del empeño de abogada. Los recibió en la galería, y supo darles las gracias.

Hoy, cuando levantas la mirada, cuando los ojos de Beatriz te dejan mirar hacia otra parte y miras alrededor, descubres un discurso que no es feminista pero, eso sí, es muy femenino. Esas esculturas de pequeño y de gran formato se sostienen en una idea que las atraviesa a todas por igual. No hay más que mirarlas, pero mirarlas de verdad, y mirarlas en el privilegio de su estudio donde puedes apreciarlas en conjunto. Es la comunión de la cerámica, muy muy trabajada, y la madera casi bruta, o el hierro oxidado y vencido. Maderos mutilados que, mucho ha, tuvieron alguna función en cierto mueble del que solo queda el olvido. Hierros marcados por la intemperie, la humedad, el paso de los años, mecanismos imposibles de reconstruir.

Hay mucho de imaginería, pero también mucho de cálculo,  de ingeniería pura, de química y de física, en el modo en que han sido sobrepuestos esos tres básicos elementos: el hierro, la madera, la cerámica. Mucho pensarse cada unión, cada empalme, cada detalle, para lograr esos difíciles, precarios, impensables equilibrios. Y ahí está la síntesis: los elementos se sostienen uno sobre el otro, sobre el otro. Pero siempre, siempre, es la parte de cerámica quien hace el trabajo, quien lleva sobre sí el peso del sólido pedazo de madera o del trozo de hierro tan duro. Ese es el sello de su discurso, o mejor, del diálogo de Beatriz con el entorno: su peculiar conciencia de la sutil armazón del universo. Allí, esa idea contradictoria salta a la vista: lo débil, lo efímero, lo frágil sostiene sobre sí a lo duradero, lo irrompible, lo eterno.

En esa idea quizá inconsciente, apenas esbozada, de lo femenino como basamento y sostén primario del mundo, se devela una de las claves, sino la más importante, de la obra de Beatriz. Esa idea, y la búsqueda de la belleza, de la felicidad, en el cuasi imposible equilibrio de los opuestos.

Un dolor comparto con Beatriz: ver las obras partir. Un artista, con suerte –y con mucho de esfuerzo y de trabajo–, vive de eso, de sus ventas. Pero hay una realidad allá afuera: no son los cubanos quienes compran arte en Cuba. Las obras de nuestros artistas, también las suyas, como hijos pródigos, se marchan al otro lado del mundo, allende los mares, muy lejos de su casa, parten al país del nunca jamás, parten a ese lugar de donde no regresa ni el recuerdo. Pero a los hijos hay de que dejarlos partir, se consuela ella. Y solo hay que desearles que sean felices, allí, donde sea que aniden.

 
#96 Subiendo cuestas (3)
 
Ella trabaja con música. Muy levemente, muy bajo, se escucha en el estudio, siempre, una fuga, una tocata, una obertura. Cuando termina el día y Beatriz se va a su casa –ese otro lugar que no conozco y que ella insiste en llamar su casa–, deja la música flotando por sobre las piezas que acaban de salir del horno, por sobre las recién comenzadas, por sobre los lienzos –que también pinta. En la noche enciende la radio, y cuando escucha la música sabe que esa misma música se escucha también en el estudio –o sea: en su casa de verdad, en aquella casa hecha de luz, muy junto al mar. Y siente que la música constante también modela el barro, también define su obra, también hace el milagro. Como esas plantas, que crecen mejor y más sanas cuando hay música en los invernaderos, con flores de color más pronunciado. Así piensa Beatriz, y está convencida: la música mejora el alma de las cosas, y le asiste en la belleza que sale de sus manos.

Esa es Beatriz, que es también metódica y organizada, que lleva un riguroso registro de sus pruebas, que sabe de humedades, de temperaturas, de tiempos, de peso y contrapeso. Como una frase que suelta de pronto, que escuchó en la radio, un verso de una canción que no recuerda, o que recuerda mal, pero que tal vez la define mejor que todas estas líneas: Beatriz es como la mariposa que aletea, en vuelo obstinado y directo, hacia el huracán.